CONTES DE TERROR:
-POST ESPECIAL HALLOWEEN-
Hoooola!!!! El terror... us agrada llegir històries de terror? En el meu cas és un doble sentiment perquè no m'agrada el regust de por que em queda al final però, al mateix temps les he de llegir! No em puc quedar amb l'intriga de no saber la història!!! Bé, en qualsevol cas, us volia posar alguns contes curts però terrorífics que van de la nit de Halloween! Bona lectura!
Si en voleu llegir més, aneu a aquest enllaç: http://www.666cuentosdeterror.com/
Había salido el grupo de chicos a festejar la Noche de Brujas. Eran doce, todos ellos disfrazados de vampiros, momias, hombres lobos, siniestros extraterrestres y hasta algún que otro Voldemort. Emulando la tradición que habían visto en cientos de películas yanquis, fueron visitando las casas del barrio al grito de “Dulce o truco”. Los vecinos abrían sus puertas y con una sonrisa les daban caramelos, pequeños regalos y golosinas de todo tipo. La mayoría conocía al grupo de chicos, porque formaban parte del equipo de fútbol infantil del club. Les deseaban suerte con el campeonato y hasta hubo un anciano que les regaló una vieja pelota de trapo que, según sus propias palabras, traía suerte a los deportistas. Los chicos, con educación, le agradecieron el obsequio y se marcharon a la siguiente esquina, y allí se desternillaron de la risa.
La noche era cálida. Los mosquitos aún no habían despertado de su letargo invernal y el clima era ideal para andar callejeando por ahí. Uno de los chicos, que era el capitán del equipo y estaba disfrazado de Freddy Krueger, al llegar al depósito de agua se detuvo. Los otros chicos lo imitaron y se miraron entre sí.
-¿Qué pasa, Robert?
-Somos trece- dijo el niño, contemplando el grupo reunido en la acera-. Cuando salimos éramos doce, pero ahora somos trece.
-Es cierto- dijo otro chico, vestido de momia, luego de hacer un rápido conteo-. Alguien se agregó al grupo.
-¿Y qué importa?- terció otro, detrás de su máscara del Hombre Araña Negro-. Nos estamos divirtiendo igual. ¿Acaso somos una secta?
-No- dijo Roberto, moviendo la cabeza de un lado a otro-. Pero quiero saber quién es. Así que por favor, voy a pedir al chico que se agregó, que diga su nombre.
Nadie respondió. Los trece chicos se estudiaban entre sí pero nadie decía nada. Un perro callejero, que pasaba por el lugar, se detuvo un momento y luego soltó un gruñido, como si alguien acabara de darle una patada.
-Muy bien- terminó de impacientarse Roberto-. Sáquense sus máscaras, quiero verles las caras.
Obedecieron todos, excepto el último de la fila, que tenía un disfraz de brujo.
-¿Quién eres?- preguntó Roberto, tratando de parecer autoritario-. Quítate la máscara de una vez, chico.
Pero el niño vestido de brujo no contestó. En vez de eso, señaló hacia delante, hacia una casa con tejado a dos aguas ubicada a mitad de la cuadra.
-¿Qué hay con eso? Esa es mi casa. Y aún no contestaste mi pregunta. ¿Quién eres?
El chico vestido de brujo comenzó a caminar hacia la casa de Roberto. A mitad de camino, se detuvo e hizo señas que lo siguieran. El grupo de chicos, entre intrigados y temerosos, siguió sus pasos. Enseguida notaron que el niño renqueaba notoriamente. Se miraron entre sí y se encogieron de hombros. “Sigamos la corriente a este loco”, dijo Roberto, con voz tensa.
Se detuvieron frente a la casa, y entonces lanzaron una exclamación de asombro. La casa de Roberto, habitualmente espléndida y adornada con bellos jardines, era ahora una ruina. En el jardín delantero crecían hierbas tan altas como adultos. Las ventanas estaban tapiadas y la puerta principal pendía de sus goznes.
-¿Qué está pasando aquí?- preguntó Roberto, alarmado.
Guiados por el niño vestido de brujo, entraron a la casa. Las paredes estaban desconchadas y los escasos muebles cubiertos de polvo. El chico se detuvo delante de una vieja alacena de la cocina y abrió un cajón, de donde extrajo un amarillento recorte de periódico.
-Quiere que lo leas- dijo el niño vestido de momia-. Léelo, Robert. Léelo porque yo estoy muerto de miedo.
Aún incapaces de creer lo que sucedía a su alrededor, leyeron el periódico. El artículo trataba de un accidente trágico ocurrido durante los festejos de Noche de Brujas del año 2002. Un chico, vestido de brujo, se había atravesado en la ruta en el momento en que un autobús pasaba por el lugar. El autobús transportaba a doce chicos que regresaban de un partido de fútbol por el campeonato intercolegial. El vehículo atropelló al niño y luego, en una mala maniobra del sobresaltado conductor, se salió del carril y terminó hundido en un lago. Ninguno de los pasajeros sobrevivió.
Inmediatamente después de leer esto, los trece chicos se miraron con tristeza, y luego, muy lentamente, se desvanecieron en el aire de la noche.
Era Noche de Brujas y los chicos se contaban historias de terror.
Estaban los cuatro en la casa del árbol que solían utilizar como punto de encuentro. Eran las doce y media de la noche y los haces de las linternas formaban sombras movedizas en los rincones. Los rostros de los chicos, todos ellos pálidos y tensos, flotaban como globos en la oscuridad. Era el turno de Ramiro de contar su historia, y comenzó así:
-No voy a hablar de vampiros, tampoco de hombres lobos ni cementerios abandonados, sino de algo que ocurrió de verdad. Aquí, en esta cuadra. Para ser más precisos, en este mismo árbol.
-Somos todos oídos- dijo Federico, algo burlón.
-¿Eso es todo?- dijo Agustina, algo decepcionada con la historia.
El otro chico negó con la cabeza, apesadumbrado.
-Hace unos meses, yo andaba en bici por aquí, cuando alcé la mirada y lo vi. Vi a Martínez. Estaba colgado de una rama. Al principio pensé que se trataba de un muñeco que alguien había puesto allí como broma. Pero no era un muñeco, era una aparición. Sus pies aún pataleaban y emitía unos horribles sonidos de ahogamiento. Y luego quedó quieto. Era la hora de la siesta, recuerdo, y no andaba nadie en la calle. Yo corrí y me metí en mi habitación, y no volví a salir el resto de la tarde. Dos días después volví a verlo. Era de noche, y estaba a punto de dormirme cuando escuché un ruido afuera. Me asomé a la ventana: su cabeza, colgada de una soga, se balanceaba mecida por el viento. Y sus ojos… sus ojos estaban fijos en mí. Brillaban en la oscuridad. Cerré la ventana y recé hasta quedar dormido. Al día siguiente, Coli, mi perro, amaneció muerto.
-Oh, por Dios- dijo Agustina, llevándose una mano a la boca.
-Creo que será mejor que pares, ¿vale?- tartamudeó Federico, mirando de reojo a su amigos-. Estás asustando a Agus...
-Mi perro estaba muerto en el jardín- alzó la voz Ramiro, sin poder contenerse-. Duro como una piedra. Lo enterramos en el patio, y cuando miré hacia el árbol, el tipo estaba ahí, colgado y sonriéndome burlón. Esa fue la última vez que lo vi. Por lo menos hasta hoy. Ahora quiero invocarlo. Quiero tenerlo cara a cara, y vengarme por la muerte de mi perro.
-Estás loco- susurró Federico, ya incapaz de disimular el miedo-. ¿Qué rayos piensas hacer?
-Hoy es Noche de Brujas, y la línea que nos separa del mundo de los muertos es más delgada que nunca-dijo Ramiro, sacando una cuchara de su bolsillo-. Esto pertenecía al muerto. Estuve leyendo un libro de magia negra, y sé cómo invocarlo.
-Cállate de una vez, por favor- dijo Agustina, con voz desmayada.
-Te invoco. Yo te invoco, Martínez- dijo Ramiro, colocando la cuchara entre sus manos ahuecadas. De repente sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, como sumido en un trance-. Te invoco en nombre de tu Señor, Amo y Morador de las Tinieblas. Deberás responder por la muerte de mi perro, y por todo el daño que has hecho en esta vida.
-¡Cállate de una vez, imbécil! ¡Lo envenené yo!
Por un momento, en la casita del árbol, nadie habló. Lenta, muy lentamente, Ramiro fue recuperando la compostura. Y luego observó a Agustina, con una expresión de dolida incredulidad.
-¿De qué diablos estás hablando, Agus?
-Lo odiaba- dijo la chica-. Odiaba a Coli. Lo siento. Cada vez que pasaba por ahí, tu perro trataba de morderme. Te dije que le pusieras correa, pero tú siempre te burlabas. Y un día no pude más y le arrojé carne envenenada. Por eso tu perro murió. No fue ningún maldito espíritu. ¡Fui yo!
-No puedo creerlo…
Quedaron los cuatro en silencio, sin saber qué decir y evitando cruzar las miradas. Y fue ahí que escucharon el crujido. Un crujido como el de una hamaca balanceándose en la oscuridad. Sólo que no había ninguna hamaca ahí afuera, y los chicos lo sabían. Se miraron entre sí, con los rostros contraídos por el miedo. Y entonces el árbol comenzó a sacudirse con violencia. Las hojas caían de a miles y se escuchaba el ruido seco de las ramas partidas. Se sujetaron de donde pudieron y gritaron hasta quedar roncos. La endeble puerta de la casita se abrió y Agustina fue la primera en caer al vacío. Le siguió Ariel y finalmente Ramiro. Quedó Federico, aferrándose con fuerza a una madera astillada que sobresalía de las paredes. Las sacudidas se hicieron más fuertes y el chico gritó y lloró al mismo tiempo.
-Qué es lo que quieres?- chilló ya sin fuerzas-. ¿Qué es lo que quieres?
Y escuchó una voz, una voz oscura y demoníaca desde profundidades del follaje, que decía:
-Más perros. Más animales. Más sacrificios para nuestro Amo.
-¡Lo haré!- sollozó Federico-. ¡Juro por lo que más quieras que lo haré! Pero por favor, déjame vivir...
El árbol comenzó a inclinarse peligrosamente, y la casita de madera cayó.
Federico fue el único y milagroso superviviente de la tragedia. Los otros tres murieron aplastados por el árbol. “El terrible accidente de la casita del árbol”, titularon los periódicos sensacionalistas.
Cinco días después, la señora Perkins, vecina del barrio, como era costumbre se levantó temprano para barrer el patio. Se detuvo en la verja que daba a la calle y dejó caer la escoba, horrorizada. Sobre la acera, dispuestos en tétrica fila, había docenas de perros, todos inmóviles, todos muertos; sus vísceras estaban al descubierto y brillaban bajo el tibio sol de la mañana.
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